El perejil de todas las salsas, la salsa de todos los botes del frigorífico, se cansó de no conocer las mañanas, de vaciar cajas de ibuprofeno, se cansó de susurrar en rincones oscuros y buscar los gayumbos sigilosamente por los suelos de pisos compartidos…
Venció la rabia y se quedó la melancolía, conoció los días de diario, añoró el otoño durante nueve meses al año y aprendió a callar tan bien que le empezó a parecer ridículo hablar y divertido escuchar.
Se le hizo un mundo olvidarle poco a poco, se le gastó el corazón y le creció el vacío del estómago, como si adentro le devorasen los días que dejaba pasar, como el agua hace colapsar los hoyos que hacía en la playa en verano, siempre más ancho, lentamente, casi a escondidas.
Y llegó un día en que no reconoció a nadie a su alrededor. Todo había cambiado. sus amigos ya no eran sus amigos. No vivía en el mismo lugar, no frecuentaba los mismos sitios, no comía lo mismo, ni hablaba igual, ni quería las mismas cosas que recordaba desear en algún momento hondamente.
Quizás no desaparezcamos -se dijo-, y vivamos siempre en una contínua reencarnación.