Solo quiero arder y arder

Solo hace falta dejar caer la tarde, desparramar la luz de la vieja lámpara por la habitación y hundirse en las canciones que escuchábamos camino del fin de semana, cuando el mundo empezaba a la vez que se encendían los neones y se cerraban los comercios, para activar esa infalible güija que te hace aparecer aquí, apenas perceptible por el rabillo del ojo, sonriendo…

En mi mundo no envejeces, fíjate. Quizás valga más, para las arrugas, alguien que te quiera, que un cubo de retinol, y siempre estas de buen humor.

¿Dónde ha ido toda esa gente que abarrotaba el Góngora? ¿Dónde escondiste mis ganas de vacilar? ¿Yo entraba en ese jersey? ¿Aquella chica…? ¿¡Se casó!?

Antes no sabía cómo traerte, cómo invocarte sin que fueses alguien que no reconocía, como si te hubiese conocido cuando ya casi se hacía de día, y un día sin más, no de esos que perduran flotando por sobre el alcohol y todas las circunstancias. La melancolía también se entrena…

Es la gente que nos gusta la que en algún momento nos rajará el corazón, porque todo libro tiene un final. Y al final… Solo quiero arder y arder.

Te quiero

Lo sé. Yo también te quiero.

Para ver si has dejado de querer ocultármelo.

Quiero un nokia de los de antes

Sucedió la perfecta noche de verano. En Carmona, Sevilla, paradigma del bon vivant andaluz. Cañas vacías de cruzcampo adornaban la mesa, y un salmorejo andaba ya mediado. La plaza bullía de gente celebrando el final del Sábado. Parecía que se había hecho de noche para que el sol no le molestase en la cara y pudiese abrir al público esos ojos, enormes como el parking del Mercadona. Yo no comía por no parar de mirarla y atesoraba el momento como si me fuese a morir mañana, y quizás lo hiciese, porque no recuerdo más días de vivir después de aquel. Pero sonó su teléfono, y le llamaba su ex, y todos los males del mundo se los recriminó a ella, y los ojos brillantes se le anegaron de lágrimas tanto que hubiese corregido la sequía del embalse del Sau. Habría lanzado el móvil más lejos que fuerzas tengo, y sin embargo no lo hice, y desde entonces siempre odié su teléfono, por robarme el momento en el que fui más feliz.

A veces le recrimino a alguien que mire el móvil en mi presencia. «Te estoy escuchando» -me dicen. «Me estás oyendo». «Pues eso…».

Cada vez odio más los móviles. No soporto a la gente que no se da cuenta que un día tu abuelo morirá, y tú gastaste cinco minutos en consultar los resultados del Elche y revisar los whatsapp en lugar de, aunque sea, estar con él. Porque nadie está donde está su cuerpo cuando agarra el móvil y le presta atención. El teletransporte era esto. Lo sé por las noches en las que hablamos hasta la madrugada de tonterías, imaginándonos a distancia volcados sobre el mismo costado. Pidiendo fotos en penumbra con más imaginación que resolución. Lo sé por cada vez que floreció un piropo en mi cabeza y abandoné toda conversación, -sí, yo no soy perfecto, también lo hago y también me odio por ello- para podértelo mandar y aparecer en tu cabeza, estuvieses donde estuvieses, y robarte a los demás y acapararte por un momento. Lo sé, porque aún a veces, en mitad de la noche, en un desvelo, miro el móvil, convencido de que alguien ha aparecido, que se ha acordado de mi, como aquella vez que Lady Drama fue valiente a las tres de la mañana.

Cada vez odio más los móviles, porque ya nunca dan alegrías, ni me traen a gente. Porque tengo conversaciones que guardo en la sección de archivados porque me ensombrecen el alma y me disparan el recuerdo. Porque se llevan a quien tengo enfrente a otro lugar, con otras personas, de nuevo intercambiado, a pesar de los méritos. Porque no me traen de vuelta a quien se fue.

Quiero un nokia de los de antes para que todo vuelva a aquel momento, y hacerte perdidas, impaciente, para que salgas de casa, y nos volvamos a ver.

Cuando solo estábamos solos

Quien nos iba a decir que no estábamos solos en la inmensidad insondable del universo de tus enormes ojos negros.

A tope con la autoayuda

Mi ratito de mindfullness de los Domingos por la mañana, o como siempre le hemos llamado: la resaca de antes del vermú