Hace algo así como seis o siete años me vi yo, extrañas circunstancias que se dan, charlando con Antonio Benitez, un tipo al que no le prestarías ni un boligrafo bic, que había pasado más vida en la cárcel que fuera de ella, canijo como el corte del papel de biblia y con la espalda completamente tatuada con un historiado falo más grande que las torres del Santiago Bernabéu.
«Anto… Antonio», comencé, tragando saliva ruidosamente mientras fijaba la vista en el suelo y preguntándome qué ganas tendría yo de morir un dia primaveral como ayer, o siquiera de ganarme como enemigo a un ex-todo deshauciado de la vida. «Que digo yo… como… es… que tienes un tatuaje de un pene en la espalda… tatuado… ahí…?»
Antonio no disimuló un gesto de fastidio, entrecerrando los ojos y ladeando la cabeza. «Er puto niñato ehte hasiendo la preguntita de los cohone…» pensó… Chasqueó la lengua… Apuró su cigarrillo… Sonreí nerviosamente… Empecé a sudar a chorros…
Si hay diez niveles de ronquera, a Antonio Benitez le crearon un nivel en lo más alto para él solo, y con tan desagradable golpeteo de cuerda vocal y su impecable cordobés, léntamente y sin mirarme, dijo:
«Nunca le piah a tu mehó amigo que te tatúe ar crihto de loh faroleh donde no pueah vehlo… porque a lo mehó no eh tu mehó amigo…»