El Gigante Redundante se tiró a la piscina anoche un segundo antes de darse cuenta de que no había agua en ella ni para llenar un vaso de chupito. No pudimos evitarlo. Conseguimos, al menos, que no lo hiciera desde el trampolín, minimizando el carajazo, pero como en las novelas malas, todos nos sabíamos ya el final desde que comenzó el prólogo.
No hay nada más ingrato en el mundo que el ser uno de esos amigos a medio milímetro, con ánsias de más y miedo de menos, amaneciendo ilusionados y anocheciendo frustrados.
Uno no sabe lo que es estar loco por alguien hasta que no ha sufrido el pasarse meses contando los lunares del cuello de ésa chica desde la mesa de al lado, ha inventado cien coartadas para encontrársela por la calle, ha fracasado mil veces tratándose de hacer el interesante frente a ella, le ha contado un millón de chistes malos unos cuantos menos buenos y todas las anécdotas que no le han ocurrido, ha sonsacado a todas sus amigas, ha escrito su nombre en todas las páginas del cuaderno que hay junto al teléfono, ha desgastado sus fotos, se ha aprendido de memoria su olor…
«…si a Adán le diste a Eva a cambio de una costilla… como no vas a aceptarme a mi un par de tibias por ella?»